Afrancesado
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La denominación afrancesados surgió en España cuando los ministros y la aristocracia juraron fidelidad al rey José I tras la renuncia al trono de Fernando VII y Carlos IV, presionados por Napoleón, y se hizo extensivo a todos aquellos españoles que, durante la ocupación francesa, colaboraron con la misma o con la Administración del rey José, ya fuese por interés personal o por la creencia en que el cambio de dinastía redundaría en la modernización de España.
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[editar] Características
En general, su nivel de instrucción media era muy elevado: la gran mayoría de los afrancesados constituía la clase intelectual y pensante del país. Muchos de ellos participaron en la elaboración de la Constitución de Bayona de 1810 y un grupo de unos pocos era de ideas abiertamente revolucionarias, por lo que a este sector dentro del afrancesamiento se les llamó jacobinos. Muchos de ellos, los más influyentes, participaron en logias masónicas bonapartistas, como la madrileña Santa Julia o la gran logia de Manzanares (Ciudad Real).
[editar] Origen del término
Ya en tiempos de Carlos III se había acuñado el término «afrancesado» para designar a quienes seguían las costumbres y modas francesas, lo que era habitual. Tras la Revolución francesa el término adquirió connotaciones políticas y una mayor vinculación al pensamiento revolucionario. Sólo el apoyo de los intelectuales y funcionarios a José I dio lugar al uso peyorativo.
[editar] Colaboracionistas o patriotas
El rey Jose I se encontró con un pueblo que no aceptaba la invasión ni el cambio de dinastía, que consideraba un atropello la ocupación por tropas francesas y que estaba dispuesto a luchar. El rey era un hombre convencido de ser capaz de llevar a cabo una reforma política y social de España, trasladando parte del espíritu de la Revolución a la sociedad española, aún anclada en el Antiguo Régimen. Los intelectuales y funcionarios mejor preparados creían en esa misión regeneradora de José I. Leandro Fernández de Moratín le animaba a construir una sociedad basada en la "razón, la justicia y el poder".
Durante la Guerra de la Independencia, los afrancesados trataron de hacer de puente entre los absolutistas y los liberales, pero se granjearon el odio de ambos: unos los trataban de franceses y los otros de españoles. En sus escritos dejaron manifiesto el deseo de recoger el espíritu revolucionario francés a la par que querían alejar al país de las guerras imperiales. De hecho, en 1809 se enfrentaron con la división administrativa que Napoleón trata de establecer en España con la segregación de Cataluña, Aragón, Navarra y Vizcaya sin conseguirlo, y más tarde intentaron mediar con las Cortes de Cádiz para llegar a un acuerdo que superase las diferencias con la Constitución de Bayona, pero fueron rechazados igualmente.
[editar] Camino del exilio
Las Cortes de Cádiz, en 1812, aprobaron dos resoluciones en las que se confiscaban todos los bienes de la corte de José I y de aquellos que hubiesen colaborado con la administración josefina. Tras la caída del rey en la batalla de Vitoria a mediados de 1813, toda la corte pasó a Francia, y con ellos fueron camino del exilio los que, de una u otra manera, habían colaborado con el régimen. Entre ellos se encontraban eclesiáticos, miembros de la nobleza, militares, juristas y escritores. Cabe destacar a Juan Sempere y Guarinos, a los periodistas Javier de Burgos, Sebastián de Miñano, Alberto Lista, José Mamerto Gómez Hermosilla, Manuel Narganes y Fernando Camborda; los escritores Juan Meléndez Valdés, Pedro Estala, Juan Antonio Llorente, Leandro Fernández de Moratín, José Marchena y Félix José Reinoso; los eruditos José Antonio Conde, Martín Fernández de Navarrete y Francisco Martínez Marina, y Mariano Luis de Urquijo, ex ministro, los obispos auxiliares de Zaragoza y Sevilla, el general Gonzalo O'Farrill, el coronel Francisco Amorós y muchos otros. También partieron hacia Francia, aunque no exactamente como exiliados, quienes habían sido presos bajo el reinado de José I y a quienes trasladaban al territorio galo.
Se calcula que más de 4.000 españoles se encontraban en Francia en el momento álgido de la emigración, aunque otras fuentes cifran este número en 12.000. Toda su confianza se depositó en Fernando VII, que había firmado con Napoleón un acuerdo por el que nadie que hubiera servido a José I sería represaliado y seguirían gozando de todos los derechos y honores a la vuelta del nuevo rey a España.
[editar] Persecución en el interior
Fernando VII se encontraba en el dorado exilio de Valençay. Mientras unos iban camino del ostracismo, él regresó a España y el 4 de mayo de 1814 decretó la suspensión de las Cortes de Cádiz, limitó la libertad de imprenta y ordenó la persecución de todos los afrancesados (incluyendo a los liberales no colaboracionistas con el regimén napoleónico)[1] que vivían en territorio español, violando los acuerdos de 1813. A partir de este momento las instrucciones del gobierno fueron contundentes, con expedientes de depuración en toda la administración, confiscación de bienes y detenciones masivas que llevaron a muchos acusados a los penales de Ceuta y Melilla. En concreto Fernando VII adoptó cuatro disposiciones con sus correspondientes castigos, que perseguían a aquellos que reuniesen alguno de los siguientes requisitos: los "colaboracionistas", servidores de la ocupación francesa; los que habían obtenido prebendas u honores bajo el régimen de José I; los "funcionarios cooperantes" que eran aquellos que se hubiesen mantenido en su puesto de trabajo aunque no hubiesen participado activamente en el gobierno; y por último los que simplemente hubiesen recibido una propuesta para ocupar un puesto, aunque la hubiesen rechazado.
[editar] El retorno y la nueva huida
Por otro lado, Luis XVIII, cuando ya ostentaba la corona francesa, no quiso mantener un número tan alto de españoles con ideas liberales exiliados en Francia y, tras varios intentos, esperó al indulto que permitiese el regreso del exilio, hecho que ocurrió en 1820 tras el levantamiento de Cabezas de San Juan y la reinstauración de la Constitución de Cádiz que marcaría el comienzo del trienio liberal. Evaristo Pérez de Castro, decretó la amnistía para todos ellos. Alrededor de tres mil regresaron. La situación, sin embargo, se complicó con el retorno del absolutismo en 1823, cuando muchos de los afrancesados, ahora acusados de liberales, volverían a cruzar la frontera.
[editar] La cultura del exilio
Los afrancesados representaban, en muchos sentidos, una buena parte de la cultura y la inteligencia españolas de la época. Muchos de ellos fueron colaboradores por puro interés en alcanzar cargos dentro del reinado de José I. Otros muchos creían firmemente en las ideas liberadoras que significaba la Revolución francesa, y vieron una oportunidad para la caída del absolutismo.
Sus inquietudes fueron insatisfechas en España, pero también en Francia. Todo su trabajo quedo oscurecido por las idas y venidas de una situación política, la española y francesa de 1812 a 1833, tan turbulenta, perjudicando sus aportaciones. Su situación en la nación gala era jurídicamente extraña. No existía una regulación para la acogida de los refugiados políticos y, en muchos casos, se les aplicó la condición de apátridas. El 21 de abril de 1832, por ley, se les conminó a abandonar Francia o, en su caso, a permanecer en determinadas localidades. Proliferaron las traducciones al español de Voltaire y Montesquieu, se tradujo al francés una parte de la obra jurídica española, se realizaron estudios sobre la implantación del papel moneda y se continuó con la labor de la ilustración.
Se trata, posiblemente, del primer exilio masivo por motivos políticos que ha ocurrido en España a lo largo de la historia.
[editar] Bibliografía especializada
- Artola, Miguel. Los afrancesados. Madrid, 1989. ISBN 84-206-2604-X.
- Arzadun, Juan. Fernando VII y su tiempo. Madrid, 1942.
- López Tabar, Juan. Los Famosos Traidores. Los afrancesados durante la crisis del Antiguo Régimen (1808-1833). Madrid, 2002. ISBN 978-84-7030-968-7
[editar] Referencias
- ↑ (Vease árticulo Represión política en España)